dimecres, 12 d’abril del 2017

De la dependencia del otro

Cada vez más el hombre moderno está a la búsqueda de una “seguridad” individual y satisface menos su necesidad de amor. El ocaso de valores de la vida es cada vez más evidente, sea en la tristeza, sea en la duración de las relaciones y sea, sobretodo, en la búsqueda implacable del bienestar individual que no implica la existencia de relaciones significativas.

La decadencia de este asunto ya estaba en pleno apogeo en los orígenes del pensamiento posmoderno individualista: el rechazo de todas las formas de dependencia, como si el hombre se bastase a sí mismo, como si la palabra “dependencia” fuera un hechizo maléfico contra cualquiera que la pronunciara.

¿Tienes mal humor o alguna dolencia? Un medicamento puede aliviar la sensación de malestar. ¿Te sientes solo? Un coche ofrece nueva compañía inmediatamente. ¿Nos aburrimos? Consume lo que quieras.

Se ha perdido el esmero para establecer una sólida relación que perdura en el tiempo y es saludable.
Con el temor a la dependencia se han negado las relaciones fuertes que proporcionan la máxima implicación de los mismos.

El amor es esa dependencia donde se intenta que cada detalle se vuelva la más bella obra de arte, aquella a la que, a pesar del devenir mutante de las características que impone el tiempo, el bien común de ambos sigue siendo el objetivo común a realizarse

Manipulación

La manipulación de la información con fines propagandísticos supera el límite diario de la “decencia”, tachando de “políticamente correcto” viles mentiras.

De demasiada imparcialidad se muere, debe de haber dicho algún santo del buen periodismo. Porque los considerados grandes medios de comunicación sufren la misma enfermedad: odio a la verdad. O, mejor dicho, su amor por la verdad de quien les da de comer y les seduce. ¡La magia del dinero! Y así ha llegado a ser considerado fuente fiable incluso el Observatorio Sirio de los DDHH.

Sólo los hechos dan credibilidad a las palabras, decía San Agustín.

En otras palabras: significa no postrarse de forma pasiva a la mayoría de los comentaristas y a sus opiniones rechazando la suciedad asfixiante que se distribuye en las diferentes mesas de los centros de acondicionamiento moral.

Serán los herejes de este Occidente los que se salvarán, y no esos figurines que aman estarse quietos acariciando la culata de algunos sillones de terciopelo en ciertos salones. Una vez más, lo harán los pocos felices que aún tienen el valor de pensar por sí mismo y verán con sus propios ojos redimir con fuego esta civilización melosa.