dijous, 16 de març del 2017

Latet anguis in herba

Ilustración de Gustave Doré en la Divina Comedia, Dante.
La destrucción de las ideologías y de las religiones entrega al hombre moderno la desesperación de un vacio que se llena con la primera basura que ofrece el mercado.

Dios muere y, de forma inesperada, el mundo se re-encanta. Se seca el opio del pueblo y, paradójicamente, el Oeste es más procaz, frívolo y lascivo que antes. La metafísica y la ontología tradicional no tienen más voz en el contexto de un “serio” debate científico y paralelamente estamos asistiendo a la proliferación de sectas y movimientos esotéricos sincretistas de influencias dudosas. Las religiones han dado el paso detrás de las ciencias que pretenden explicar el universo según criterios fiscistas y, por lo tanto, cada vez más, la gente confía en las doctrinas envasadas por los chamanes improvisados. El posmoderno, el tiempo en que triunfa lo técnico y su extraordinario poder de transformación, es lo mismo que la Cienciología ha generado, la Nueva Era y su idiosincrasia místico-conspiranoica. Hoy se escucha: teosofía, antroposofía, filosofía homeopática, neopitagorismo, y un largo etcétera.

A medio camino entre la convención comercial y premios de cacahuetes, las ceremonias de Cienciología sintetizan las contradicciones de las instancias posmodernas.

¿Qué ha pasado? Se ha liberado del gran lastre ideológico que hizo esclavos las masas y, ahora, estas mismas masas están hechas de individuos atormentados (a los que se añadieron la neurosis, la pérdida de identidad, sentimientos de culpa debido a la incertidumbre sobre los valores que deben ser respetados, etc.), requieren a gritos soluciones de salvación que evocan, al menos en la forma, las mismas modalidades explicativas en el campo de las grandes religiones reveladoras pero barridas por el positivismo, la ciencia y la muerte de Dios.

¿Pero qué está muerto? No el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, que parece estar más vivo que nunca en las circunvoluciones de ciertos neo-profetas místicos, con la aspiración a la que, en los tiempos modernos y premodernos, querían responder a una visión unificada y universal de la realidad, transmitiendo esa idea de que sólo hay fuerzas y partículas moviéndose o esa cultura de que sólo existen impulsos cerebrales complejos y los instintos. Está muerto, en definitiva, el verdadero significado de religión, el cual debe entenderse más allá de sus determinaciones catequísticas particulares, como un momento constitutivo de la vida humana.

Entonces vemos personas que abrazan árboles, que se comunican con los animales como si pudieran revelarle el secreto de su vida interior, que se tragan brebajes orgánicos de dudosa eficacia para el tratamiento de enfermedades graves, gente que usa talismanes, amuletos, mantras, las oraciones más extrañas, y gente que se acopla en grupo en nombre de ridículas deidades de caras extranjeras. Tradiciones que desaparecen de forma visible, llegando a ser nada más que un paliativo para la mala costumbre al borde de una crisis neurótica; la verdadera espiritualidad se evapora, en cualquier lugar, debido a que los diversos mantras casi nunca se corresponden con la auténtica conciencia ética y social.

Así que, haciendo honor al poeta Virgilio, cito estos versos:

Qui legitis flores et humi nascentia fraga,
frigidus, o pueri, fugite hinc: latet anguis in herba.

Los que buscáis flores y fresas que nacen en el suelo/ huid de aquí, la helada serpiente se esconde en la hierba.


dimecres, 1 de març del 2017

Pulvis es, et in pulverem reverteris.

Preguntarse qué es el hombre y cuál es el sentido de su existencia implica pensar acerca de la vida, y también de la muerte.

La muerte está más o menos presente en el pensamiento de todos: como evento inesperado, como un objeto de estudio, como una idea que marca un límite donde se tiene miedo de mirar hacia atrás, ¿qué es la muerte? ¿Es una perspectiva o más bien el final de cualquier perspectiva?

Se puede argumentar, biológicamente hablando, que representa un cambio de estado, el cese de las actividades de un organismo pierde su vida y se disuelve, pero no se desaparece, porque su materia viene a componer algo más; aunque esto no parece reconfortar mucho, se puede decir que, en rigor, morir no significa desaparecer. Aristóteles, Del alma, piensa de la muerte como el fin de aquella determinación específica que una persona que vive constituye, es decir, como la descomposición de su materia (cuerpo) que se produce simultáneamente con la pérdida de su forma (alma) a la que está ligada inextricablemente.

Ya en el poema de la fuerza encontramos:

El pensamiento de la muerte no puede sostenerse sino por relámpagos, desde que se siente que la muerte es, en efecto, posible. Es verdad que todos los hombres están destinados a morir y que un soldado puede envejecer en los combates; pero en aquellos cuya alma está sometida al yugo de la guerra, la relación entre la muerte y el porvenir no es igual que en los demás hombres. Para los otros la muerte es un límite impuesto de antemano al porvenir, para ellos es el porvenir mismo, el porvenir asignado a su profesión. Que los hombres tengan por porvenir la muerte es algo contrario a la naturaleza. Desde que la práctica de la guerra hace sensible la posibilidad de muerte que encierra cada minuto, el pensamiento se vuelve incapaz de pasar de un día a otro sin atravesar la imagen de la muerte.


Weil piensa de la muerte como un horizonte que certifica la igualdad de todas las personas. La Fuerza, el verdadero protagonista de la Ilíada, con su inevitable fatalidad, nos asimila entre ganadores y perdedores, porque tarde o tempranos estamos todos sujetos a la misma suerte. Aunque una vida puede parecer más feliz y válida que otra, aunque puede ser envidiada y codiciada por los que sienten dolor, el imperio de la fuerza se siente en toda existencia, causando sufrimiento y anotando la incapacidad del individuo de resistir la necesidad de los acontecimientos.
Se trata de una interpretación, de Simone Weil, seguramente influenciada por sus vicisitudes y contingencias históricas drásticas, sin embargo se le reconoce el mérito de haber teorizado la igualdad humana aunque sea en una perspectiva de “sufrimiento”, siendo bien real. De hecho, Weil, cree en la vida a partir de la idea de la muerte, en una dimensión de dolor y malestar. La muerte recuerda al hombre que tiene un tiempo finito para sus obras.

Un hombre que no estuviera destinado a morir perdería el sentido del valor de sus gestos y sus relaciones. La muerte en cambio, es la perspectiva que nos impulsa a vivir plenamente nuestra existencia. Las acciones del hombre que necesariamente se va desgastando serán eternas. Cada hecho se determina en el curso de su vida, de manera consciente o no, de todo lo que ha pasado antes y lo que está sucediendo a su alrededor, y al mismo tiempo determina por sus acciones aquello que sucederá.

La muerte es el final de los cálculos individuales, pero también es parte de un proceso eterno. Hay que adquirir consciencia de lo que significa iniciar un camino que alcanza una comprensión de lo que se es en el sentido más profundo.

El miedo a la muerte es ciertamente difícil de extinguir, siempre será una constante que tendrá lugar en el alma humana; pero hay una gran diferencia entre aquellos que la afrontan desde la soledad llegando a despreciar la vida, y los que se encuentran con fuerza y sabiduría para entenderlo como parte de una realidad mayor de uno mismo, en la que está llamado a desempeñar la mayor parte de su función.

Memento homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris.