dimarts, 18 d’octubre del 2016

Talent show

La tendencia de la televisión en los últimos años, por supuesto del mundo anglo-americano, atiborra de palimpsestos sustituyendo sus inicios por “realitys”. Las características son principalmente dos: la competición; entre actividades de lo más dispares pudiendo ser chefs, pasteleros, cantantes, músicos, tatuadores, peluqueros, etc. Todos rigurosamente aspirantes y no profesionales. Los medios de comunicación son los promotores del sistema social y gritan en voz alta que todos tienen la oportunidad de poder llegar si participan en los cástings. El otro elemento es la autopromoción; el ciudadano posmoderno debe ser capaz de hacerse publicidad, mostrarse a los espectadores, saber interactuar con los jueces y otros competidores, ser original y creativo en la presentación de sí mismo y así poder ganar la simpatía de sus “compradores” (el público de la televisión).

Los “reality show” son la forma de entretenimiento que mejor se adapta a las exigencias del mercado mundial. Los competidores son los consumidores perfectos deseados por el capitalismo de hoy. Se trata de la última evolución del consumo televisivo: la amplificación mediática de la autopromoción individual.

El “talent show” va un paso más allá y se extiende la amplificación publicitaria en todos los sectores de consumo. Lo que se pide al trabajador en la sociedad del consumo es el fortalecimiento de su representación. No sólo se trata de describir la calidad de los productos que se desean vender (a sí mismos), se trata de la manipulación de su identidad para adaptarse mejor a las necesidades del mercado. La publicidad de ellos mismos se convierte en una técnica refinada de importancia parecida, o más bien superior, a la producción material real y propia. La televisión lleva esta técnica al nivel supremo. El competidor debe ser capaz de mostrar sus habilidades en el campo que ha elegido y también poder adaptarse a los requisitos de la televisión.

dilluns, 3 d’octubre del 2016

Si Dios está muerto, todo vale. Derrotar al diablo posmoderno.


¿Qué ha pasado con el diablo? Disculpad el comienzo enfático y la pregunta provocativa que evoca sugerencias siniestras e iconografías inquietantes, pero la cuestión es la siguiente: vivimos en una época de secularización, Dios ha muerto y los santos han desaparecido del horizonte, ya que a ellos les corresponde la eternidad mientras nosotros vivimos en una época de la transitoriedad y la notoriedad a corto plazo. La incredulidad rampante los ha engullido (a Dios y a los santos), dejándonos solos con nosotros mismos; porque si no se cree en Dios, ¿cómo se puede creer en el diablo? ¿O es la falta de reconocimiento de Dios lo que deviene en esta época en la que ha surgido el diablo, aunque disfrazado y de manera táctica, sin causar un gran revuelo o indignación, como corresponde al personaje?

Algunos autores estarían dispuestos a decir que la nuestra es una época de decadencia, un periodo de oscuridad y destrucción. Si es verdad que nuestra época es diabólica, que lo es, ¿cómo reconocerlo y combatirlo? Debemos deshacernos de la antigua iconografía y de los prejuicios tontos, y preguntarnos, con seriedad y sin evadir la pregunta ¿qué es el mal? ¿Cuándo se es más fácil ser presa y víctima? Hoy en día vivimos en una era de ligereza, omitimos y censuramos lo “malo”, como obsceno, por lo tanto se presenta sólo el lado "positivo" de la vida anulando la tragedia y la muerte, las opciones y decisiones difíciles y dolorosas. En este contexto, el diablo se endulza y se muestra en una versión feliz y alegre, despreocupado, al igual que algunos demonios de películas de animación estadounidenses. Esta ligereza, sin embargo, es insostenible; no mata de golpe pero mata poco a poco todos los días.
La distinción entre la realidad y la abstracción, entre la vida y la elucubración, entre Dios y el diablo hace eco a, con singular precisión, la distinción nietzscheana del Nacimiento de la Tragedia, la que existe entre lo apolíneo y dionisíaco. Cuando nos encarnamos en nuestro sueño nos encontramos fuera de la vida, entonces terminamos arraigados en nuestra soledad, perdidos en nuestro laberinto, cerebral y extraño. Cuando en realidad nos sumergimos en la vida, cuando dejamos de soñar y empezamos, finalmente, a poder “sentir” una sensación de comunión empática con los demás, sentimos su presencia, su proximidad y el hecho de sentir cómo ellos nos hacen sentir como hermanos. 

Por lo que el diablo no es sólo un misterio espiritista, una presencia que puede ser evocada a gusto, es el fantasma que amenaza a aparecer cuando tenemos la presunción de poder vivir sin el otro, cuando preferimos nuestro sueño, nuestra proyección onírica y virtual, a la verdadera vida, al mundo real. No es difícil entender que, tal y como está el mundo con sus modernidades y “éticas” proanimalistas y antivida, individualistas y egoístas, alguien prefiera evadirse; no hablo precisamente de esta evasión (aunque ella, en ocasiones, pueda terminar también tonteando con el diablo), si no de esos sueños que Disney, Barbie, Hollywood, y demás promulgan.

Hoy, más que nunca, el diablo está al acecho porque se han multiplicado las fuentes de alineación, de pérdida de la realidad, se prefiere el sueño a la vida. Sin embargo, la salida está siempre de parte de uno, de encontrar a alguien que nos devuelva a la vida, a la realidad, porque la sabiduría griega nos enseña que no se puede escapar sólo del laberinto. Y si el diablo nos llama la atención cuando estamos solos, Dios está en las personas más cercanas a nosotros para ofrecernos esa ayuda divina y despertar de la pesadilla.