dilluns, 3 d’octubre del 2016

Si Dios está muerto, todo vale. Derrotar al diablo posmoderno.


¿Qué ha pasado con el diablo? Disculpad el comienzo enfático y la pregunta provocativa que evoca sugerencias siniestras e iconografías inquietantes, pero la cuestión es la siguiente: vivimos en una época de secularización, Dios ha muerto y los santos han desaparecido del horizonte, ya que a ellos les corresponde la eternidad mientras nosotros vivimos en una época de la transitoriedad y la notoriedad a corto plazo. La incredulidad rampante los ha engullido (a Dios y a los santos), dejándonos solos con nosotros mismos; porque si no se cree en Dios, ¿cómo se puede creer en el diablo? ¿O es la falta de reconocimiento de Dios lo que deviene en esta época en la que ha surgido el diablo, aunque disfrazado y de manera táctica, sin causar un gran revuelo o indignación, como corresponde al personaje?

Algunos autores estarían dispuestos a decir que la nuestra es una época de decadencia, un periodo de oscuridad y destrucción. Si es verdad que nuestra época es diabólica, que lo es, ¿cómo reconocerlo y combatirlo? Debemos deshacernos de la antigua iconografía y de los prejuicios tontos, y preguntarnos, con seriedad y sin evadir la pregunta ¿qué es el mal? ¿Cuándo se es más fácil ser presa y víctima? Hoy en día vivimos en una era de ligereza, omitimos y censuramos lo “malo”, como obsceno, por lo tanto se presenta sólo el lado "positivo" de la vida anulando la tragedia y la muerte, las opciones y decisiones difíciles y dolorosas. En este contexto, el diablo se endulza y se muestra en una versión feliz y alegre, despreocupado, al igual que algunos demonios de películas de animación estadounidenses. Esta ligereza, sin embargo, es insostenible; no mata de golpe pero mata poco a poco todos los días.
La distinción entre la realidad y la abstracción, entre la vida y la elucubración, entre Dios y el diablo hace eco a, con singular precisión, la distinción nietzscheana del Nacimiento de la Tragedia, la que existe entre lo apolíneo y dionisíaco. Cuando nos encarnamos en nuestro sueño nos encontramos fuera de la vida, entonces terminamos arraigados en nuestra soledad, perdidos en nuestro laberinto, cerebral y extraño. Cuando en realidad nos sumergimos en la vida, cuando dejamos de soñar y empezamos, finalmente, a poder “sentir” una sensación de comunión empática con los demás, sentimos su presencia, su proximidad y el hecho de sentir cómo ellos nos hacen sentir como hermanos. 

Por lo que el diablo no es sólo un misterio espiritista, una presencia que puede ser evocada a gusto, es el fantasma que amenaza a aparecer cuando tenemos la presunción de poder vivir sin el otro, cuando preferimos nuestro sueño, nuestra proyección onírica y virtual, a la verdadera vida, al mundo real. No es difícil entender que, tal y como está el mundo con sus modernidades y “éticas” proanimalistas y antivida, individualistas y egoístas, alguien prefiera evadirse; no hablo precisamente de esta evasión (aunque ella, en ocasiones, pueda terminar también tonteando con el diablo), si no de esos sueños que Disney, Barbie, Hollywood, y demás promulgan.

Hoy, más que nunca, el diablo está al acecho porque se han multiplicado las fuentes de alineación, de pérdida de la realidad, se prefiere el sueño a la vida. Sin embargo, la salida está siempre de parte de uno, de encontrar a alguien que nos devuelva a la vida, a la realidad, porque la sabiduría griega nos enseña que no se puede escapar sólo del laberinto. Y si el diablo nos llama la atención cuando estamos solos, Dios está en las personas más cercanas a nosotros para ofrecernos esa ayuda divina y despertar de la pesadilla.

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